La excéntrica tribu de neuroeconomistas

“Otra vuelta a la economía” es el nuevo libro de Martín Lousteau y Sebastián Campanario. Teorías y paradigmas que estaban en la base de la ciencia económica se derrumban con la aceleración histórica impuesta por el nuevo siglo. La neuroeconomía, un concepto hasta hace poco digno de la ciencia ficción, es la sustancia de parte de este capítulo que transcribimos.

7 enero, 2013

Doce años atrás, el escritor estadounidense Tom Wolfe publicó El periodismo canalla y otros artículos, una compilación de ensayos sobre diversos temas. En una de las notas, Wolfe se entusiasmó con una rama científica que, a su entender, estaba destinada en el corto plazo a producir una revolución similar a la de las ideas de Darwin a fines del siglo XIX.

El padre del denominado nuevo periodismo vaticinaba que para 2010 “el universo digital parecerá insignificante comparado con un nuevo invento tecnológico que por el momento no es más que un tenue resplandor procedente de unos pocos hospitales. Se llama ‘exploración cerebral por la imagen’ y consiste en una serie de técnicas que permiten observar el funcionamiento del cerebro humano en tiempo realâ€.

El escritor estadounidense amante de los trajes blancos se refería principalmente a la resonancia magnética funcional (RMF) y a la tomografía por emisión de positrones (PET).

Ambas técnicas permiten no sólo visualizar la anatomía del cerebro, sino también mostrar su actividad. De esta manera, podemos acercarnos más a saber qué ocurre dentro de esta sofisticada —y en buena medida misteriosa— “caja negra†cuando algunos de nuestros sentidos son estimulados, o al analizar y tomar decisiones, o en el momento en que experimentamos determinados sentimientos.

Un punto a favor (y revolucionario) de estas técnicas es que son nada invasivas (es el caso de la RMf, que funciona detectando cambios en la concentración de oxígeno) o lo son mínimamente (la PET requiere inyectar un compuesto en la sangre). Con anterioridad, sólo se podía inferir algo acerca del funcionamiento de nuestro cerebro ante lesiones y frente a los cambios visibles que ocurrían en la conducta de la persona
que las padecía.

El caso más famoso de esta última modalidad de deducción tuvo como protagonista a Phineas Gage, un capataz de construcción de vías ferrocarril que padeció un gravísimo accidente el 3 de septiembre de 1848, mientras trabajaba en Vermont. En su rutina diaria era considerado uno de los mejores: sus pares lo calificaban como “responsable y trabajadorâ€, y sus dirigidos lo preferían por encima del resto. Un descuido suyo provocó una explosión que, a su vez, hizo que una barra de hierro de 6 kilos, 1,1 metros y 3 centímetros de diámetro ingresara a la altura de su ojo izquierdo, le atravesara el cerebro y aterrizara a 30 metros de distancia, después de haber salido por la cima de su cráneo. Milagrosamente, y aunque te parezca mentira, Gage sobrevivió. Incluso, cuando lo trasladaron al hospital se mostró en condiciones de caminar y de hablar de manera lúcida y coherente. Sin embargo, su conducta se vio alterada en forma dramática. Según uno de los especialistas que lo atendieron, el equilibro entre sus facultades intelectuales y sus impulsos más primitivos había sido destruido. Se volvió inestable, irreverente, impaciente y caprichoso cuando algo contradecía sus deseos, poco considerado con los demás e incapaz de planificar a futuro. En poco tiempo perdió su matrimonio y su trabajo. Y terminó viviendo en Valparaíso, Chile.

Su caso está considerado como una de las primeras evidencias científicas que sugirieron que la lesión de los lóbulos frontales podía alterar aspectos de la personalidad, la
emoción y la interacción social. Su cráneo se conserva, sigue siendo estudiado y es el elemento más icónico del nacimiento de las neurociencias.

Lo que ocurre en el cerebro

Con la tecnología disponible en la actualidad, ya no hace falta estudiar estos tristes casos y conjeturar. Podemos directamente mirar qué es lo que ocurre en nuestros cerebros ante distintas circunstancias, algo impensable hace unos pocos años. Es cierto que la revolución vaticinada por Wolfe aún no se desplegó en toda su intensidad. Pero los avances de las neurociencias fueron enormes, y la promesa de descubrimientos
excepcionales en el corto plazo sigue firme en la comunidad científica. Tanta expectativa no podía pasar inadvertida para una tribu que últimamente mete sus narices en todos los rincones: la de los economistas ávidos por explotar vetas no convencionales.

La llamada neuroeconomía, que combina modelos económicos con lecciones de las neurociencias, se ha transformado así en una de las ramas estelares entre los nuevos campos académicos, a pesar de que su desarrollo requiere una gran inversión en equipos técnicos y en tiempo dedicado a comprensión de los fenómenos que tienen lugar en el cerebro (“¡De lo cual doy fe después de participar de actividades de un grupo interdisciplinario que se dedica a esto en Yale!â€, agrega Martín). ¿Querés comprobarlo? Buscá en Google algún trabajo de neuroeconomía y pegale una mirada rápida: te vas a encontrar seguramente con páginas y páginas de neuroimágenes coloridas y abundante jerga no apta para todo público.

Si los economistas del comportamiento realizan sus investigaciones a partir de conductas observadas que no coinciden con las previstas en los modelos tradicionales, los neuroeconomistas van un paso más allá: indagan en los procesos químicos cerebrales relacionados con las decisiones económicas. Pero, en algún sentido, ambas ramas son complementarias: hay una relación muy fuerte entre las regiones cerebrales vinculadas a sensaciones de felicidad, bronca o dolor que se activan ante dilemas que involucran los “sesgos†hallados por la economía del comportamiento (aversión a perder, reclamo de justicia, etcétera).

Estamos hablando de un terreno muy nuevo, con un recorrido explosivo. Entre el dramático accidente de Phineas Gage y el momento en el que los economistas se percataron de que podrían sacar conclusiones de esta fuente de conocimientos, pasó nada menos que un siglo y medio. El primer estudio empírico de neuroeconomía se publicó recién en 2001, y sus autores fueron los economistas Kevin McCabe, Daniel Houser, Lee Ryan, Vernon Smith (Premio Nobel en 2002) y Theodore Trouard. Realizan anualmente 900 trabajos sobre esta temática. Existen varios centros de investigación, muchas de las principales universidades la ofrecen como una especialidad dentro de la economía y hasta hay un programa de doctorado exclusivamente relacionado con el tema en la Universidad de Zurich. Inclusive, se fundó una Sociedad para la Neuroeconomía, que reúne a los más destacados académicos.

“Las neurociencias tienen mucho para aportar al campo de la economía, los negocios, en cuestiones como liderazgo y toma de decisionesâ€, explica Facundo Manes, director del Instituto de Neurología Cognitiva (INECO) y del Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro. Manes, que estudió en la UBA y en Cambridge, colaboró en Iowa con el célebre Antonio Damasio, autor de El error de Descartes y quien recuperó y divulgó en la actualidad la historia de Phineas Gage.

Así están las cosas. Por eso, si los capítulos que siguen te resultan algo fríos y salpicados de términos químicos (casi propios de la serie Breaking Bad), recordá que te hablamos desde las zonas gélidas…

Más veloz que el rayo

El cerebro humano es extraordinario. Es capaz de sopesar una cantidad abrumadora de datos, y determinar y controlar las respuestas a distintos estímulos. Poder visualizar cómo esos procesos funcionan debería ser una confirmación de lo que presupone una disciplina que postula que somos extremadamente racionales.
Son varios los trabajos que muestran, por ejemplo, la enorme velocidad a la que el cerebro puede asignar valor a distintas opciones y tomar una decisión. Le lleva realmente muy poco tiempo. Después de pedirles a distintos participantes de una muestra que califiquen golosinas de uno a cinco puntos, de acuerdo con cuánto les apetecería consumirlas, los investigadores Milica Milosavljevic, Christof Koch y Antonio Rangel les presentaron pares de estos alimentos en una pantalla de computadora para que optaran por una alternativa. El resultado fue llamativo: en tres décimas de segundo, los individuos pulsaban la tecla y elegían lo correcto en el 70% de los casos. Y las imágenes mostraban además en qué lugar del cerebro tenía lugar el mecanismo decisorio: la corteza prefrontal ventromedial.

Esta muestra de capacidad para procesar correctamente información y actuar a partir de nuestros gustos parece un respaldo a una disciplina que le asigna al hombre una hiperracionalidad, como suponía hasta hace algunos años la economía tradicional. Pero no todos los experimentos resultan a gusto de los defensores a ultranza de estos Supuestos. Estudios recientes muestran que nuestra forma de tomar decisiones no es tan estilizada, ni lineal, ni consistente como pretende la teoría económica. Y, muchas veces, hasta choca con ella de frente.

Por ejemplo, nos cuesta horrores proyectar la satisfacción que determinados bienes —ropa nueva, un auto, un celular, un reproductor de música, etc.— nos brindarán. Los seres humanos somos buenos para muchas cosas, pero no para pronosticar nuestra propia felicidad. Tratá de rememorar la excitación que sentías antes de hacer una última adquisición importante, y comparala con el bienestar posterior a la compra. Muy probablemente adviertas un bache entre ambas sensaciones. Rangel, del Instituto Californiano de Tecnología (Caltech), sostiene que, de acuerdo con sus estudios, el nivel de error en proyectar la satisfacción que obtendremos ronda el 20%. Es decir que nos equivocamos una de cada cinco veces, y no aprendemos tan fácil de estos yerros. Parece, además, que el bienestar que experimentamos no se corresponde con las características del objeto, sino que es afectado por el factor sorpresa: si es bueno y no lo esperábamos, lo disfrutamos más; y lo opuesto es cierto en caso de ser malo e inesperado.

Aumentar la atención

Pequeñas variaciones en cuestiones que a priori parecen nimias o no relacionadas con la verdadera naturaleza del objeto también influyen en la decisión de compra. En particular, si se logra aumentar la atención sobre un bien (es decir, los recursos que el cerebro está dedicando a su análisis), aumenta la probabilidad de su elección. De hecho, Rangel descubrió que un 10% extra de tiempo de atención visual inducida se traduce en un 11% de mayores probabilidades de comprar un ítem en lugar de otro. Y este efecto es tan definitorio que su equipo de investigadores hasta logró predecir la elección siguiendo la trayectoria ocular de los entrevistados.
El valor que les asignamos a las cosas no depende exclusivamente de ellas. Un experimento de escaneo cerebral permitió ver, por ejemplo, que la activación de las zonas de placer en el cerebro es mayor cuando nos dicen que el vino que bebemos es más caro, a pesar de que no lo hayan cambiado.

No nos estamos engañando o siendo snobs: realmente sabe mejor con esa —de alguna forma— “engañosa†información.

Y ya que hablamos de nuestra postura respecto de los demás o de las comparaciones: se ha podido ver en monos que el valor que le otorgan a un objeto no depende sólo del mismo sino de las alternativas que se les presenten.

A veces ni siquiera estamos haciendo cálculos. Es lo que ocurre con los hábitos, como ir siempre a las mismas y conocidas opciones en el buffet, elegir la misma ruta o hasta con algunas adicciones. La fuerza del hábito y el cómputo de las opciones tienen lugar en zonas distintas del cerebro, y es la pugna entre ambas la que determina nuestra acción.

Estos mecanismos menos sofisticados de elegir también son activados de diferente manera, según las circunstancias.

Rangel y Colin Camerer probaron qué ocurriría con la predisposición a pagar por determinados platos de un menú dependiendo de si se utilizaba una descripción, una imagen o la exposición real del plato. En el último caso, la predisposición a pagar fue de 40% a 61% mayor. Rangel descubrió también que resaltar valores saludables en determinadas comidas, mediante señales bien visibles, activa circuitos neuronales similares a los que operan con el autocontrol para no comer alimentos que engordan o son nocivos. “Hay mucho para hacer con este insight desde las políticas públicasâ€, resalta el académico. Si querés empezar una dieta el lunes, ya podés sumar una idea: etiquetá lo que te toque ingerir con señales bien estridentes que remitan a atributos saludables. Tu cerebro va a procesar el régimen de manera más fluida.

Esta diferencia fundamental entre tener un determinado objeto enfrente o no tenerlo también se midió y se analizó para el caso del dinero. Es habitual creer que el valor que le damos al dinero depende directamente de lo que se puede comprar con él. Pero la evidencia recogida por los neuroeconomistas no dice esto, sino que, por el contrario, ¡la plata da placer por sí misma! Los circuitos de la gratificación activados en el área subcortical del cuerpo estriado del cerebro cuando tenemos delante una pila de billetes son los mismos que se “encienden†ante la presencia de comida o de droga.

Si la presencia física del dinero da placer de por sí, cabe pensar que separarnos de él es doloroso. Hay infinidad de experimentos que muestran cómo estamos dispuestos a gastar más con tarjeta de crédito o de débito que en efectivo, o que explican la lógica y el éxito de los viajes all inclusive, en los que no tenemos que estar lidiando permanentemente con el alto precio de las bebidas o de la comida.

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