Nuevo desafío para las democracias de mercado

El mundo occidental ha pasado del triunfalismo de los 90 a una profunda ansiedad sobre el futuro de la democracia. 

13 julio, 2017

Los países, con diferente grado y matiz, temen que se esté acercando el fin de una época. Los éxitos del capitalismo autoritario –como en China y Singapur– alientan los temores.

Un análisis de Brookings Institution explica qué fue lo que pasó desde la posguerra hasta ahora. 
Gracias a las políticas e instituciones implementadas por muchos Gobiernos después de la Segunda Guerra Mundial, Europa y Japón pudieron resurgir, abrazar la democracia y gozar de libertad y prosperidad.

Pero ahora se cuestiona la eficacia de las instituciones. La recesión de 2008 arrasó con las complacientes premisas que reinaban a ambos lados del Atlántico. Japón, luego de 20 años de estancamiento económico ensaya su renovación económica de la mano del primer ministro Abe. China en cambio, triunfa con un modelo de capitalismo de Estado desacoplado del Gobierno democrático. Este es el planteo que hace William A. Galston, miembro de la Brookings Institution, un organismo que representa cabalmente la posición de Estados Unidos. 

Muchos se preocupan por el futuro del mundo occidental, dice un ensayo que tituló “The new challenge to market democracies”. A primera vista esa preocupación refleja la situación económica más que la política. Pero el bienestar económico siempre fue central para lo que durante largo tiempo se consideró el propósito de la política. Si peligra el crecimiento económico y el bienestar, peligran también los acuerdos políticos. 

Se sabe desde Aristóteles que una democracia constitucional estable descansa sobre una amplia clase media que vive tranquila dentro de un orden económico no dividido por extremos de riqueza y pobreza. Hoy esas condiciones se han convertido en objetivos de política económica y social.
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial se puso en marcha lo que Galston llama un acuerdo liberal democrático que tenía términos claros: los Gobiernos elegidos popularmente, trabajando con las élites burocráticas, generarían crecimiento económico que permitiría reducir la pobreza, aumentar el nivel de vida para todos, expandir la seguridad física y económica y atender el cuidado de la salud para aumentar la longevidad. 

Algunos pueden pensar que aquel compromiso, el de la democracia liberal, es un bien intrínseco y un fin en sí mismo. Pero para la mayoría es un medio para lograr para todos, una vida cómoda, tranquila y en permanente progreso. Es un árbol al que se conoce por sus frutos. Si deja de producir la cosecha esperada, año tras año, todas las apuestas se caen. Durante unos cuantos años después de la Segunda Guerra Mundial, el compromiso funcionó y el apoyo público a la democracia liberal y sus líderes fue grande. Pero últimamente se lo viene cuestionando y ya no recibe ni tanto apoyo ni tanta confianza. 

El peligro, para Galston, llega de “afuera”, de economías en ascenso que no están ni en Europa ni en Estados Unidos; algunas que se desenvuelven sin instituciones democráticas. Se está refiriendo a China y las demás economías en vías de desarrollo que reducen la capacidad de las economías centrales para mantener sus niveles de crecimiento y de empleo.

Altibajos del crecimiento

Para que en una economía de mercado haya crecimiento económico se deben dar cuatro condiciones: inversión privada, inversión pública, innovación y fuerza laboral capacitada y creciente.

Para que haya inversión privada debe haber una reserva de capital disponible para ese fin. Si los Gobiernos tienen déficit y toman crédito para cubrir el bache, consumen el capital que de otra forma estaría disponible para el sector privado. Aun cuando exista el capital privado necesario, los inversores podrían dudar de contraer compromisos si la política económica es impredecible. Así, las naciones con déficit debilitan una de las precondiciones para el crecimiento económico. Como están atentas a la opinión pública, y como las medidas que deben tomar para contener el déficit son impopulares, a las democracias les resulta más difícil que a los regímenes autoritarios adoptar esas políticas. 

Siempre hubo inversión pública. Sin bienes públicos, el comercio se dificulta y el crecimiento de­sa­celera. Pero como las inversiones públicas compiten con otros programas de gobierno, a veces pierden en la competencia por recursos.

La innovación está determinada por muchos factores. La inversión es importante, pero también importa la disposición de la sociedad a aceptar las consecuencias de la innovación. Los nuevos productos vuelven obsoletos a otros ya instalados y empujan a mucha gente al desempleo. Los nuevos procesos pueden reducir el número de trabajadores que se necesitan para producir lo que demanda el mercado. Si bien la sociedad en su conjunto puede beneficiarse con el nuevo proceso, los grupos en peligro de perder posiciones se movilizarán para resistirla. Los regímenes autoritarios pueden ignorar esa resistencia. Pero en una democracia, las minorías que temen perder posiciones suelen movilizarse para trabar el avance de lo nuevo, especialmente cuando los beneficios para la mayoría son difusos. Cuando más sensibles son las democracias a esas minorías, mayores serán los costos sociales.

La fuerza de trabajo contribuye al crecimiento de dos maneras: por su tamaño y su capacitación. Los países con mucha fuerza de trabajo (por natalidad o inmigración) aventajan a los demás. Las habilidades que los trabajadores llevan a su trabajo derivan de su educación y capacitación. La primera es una inversión pública. La capacitación suele ocurrir en el trabajo, pero hay límites: como las empresas temen que los trabajadores calificados se vayan a buscar mejores oportunidades con sus competidores, se resisten a hacer inversiones cuyas ganancias podrían beneficiar a otros. La capacitación, entonces, es un bien público que el mercado se resiste a ofrecer.

Del crecimiento a la prosperidad para todos

Ahora se sabe que el crecimiento vigoroso es necesario pero no suficiente para que la prosperidad la disfruten muchos. Si se creyó posible durante los 30 años de la posguerra fue porque no se tuvieron en cuenta las circunstancias especiales que llevaron al crecimiento de una clase media cada vez más grande. La guerra había destruido las economías de Europa y Japón, dejando a Estados Unidos en una posición de preeminencia sin parangón en la historia moderna. Producía todos los bienes y servicios que consumía y en esa economía casi cerrada el trabajo, el capital y el Gobierno se combinaban para modelar salarios y precios. Pero cuando los aliados y adversarios de Estados Unidos comenzaron a recuperarse, las firmas estadounidenses se vieron ante una creciente competencia, primero de bienes de consumo básicos que se fabricaban más barato en el extranjero y luego en productos con mayor valor agregado. Este nuevo desafío cambió el juego para los productores estadounidenses que respondieron instalando fábricas en lugares con bajos salarios y reemplazando trabajo humano con tecnología que aumentaba la productividad. Eso redujo el tamaño y la influencia de los grandes sindicatos del sector privado. 

A medida que las firmas estado­u­ni­denses se globalizaban, sus ingresos dependían cada vez más de consumidores fuera de Estados Unidos. Hoy la relación entre los intereses de las empresas y el interés nacional es mucho más tenue. El juego de la globalización y el cambio tecnológico alteró totalmente el equilibrio entre trabajo y capital y puso en movimiento la lenta erosión de la clase media de la posguerra. La tradicional curva ocupacional trocó por un patrón bifurcado, con trabajadores altamente calificados en un extremo y trabajadores mal pagos en el sector minorista, alimentos y servicios personales en el otro. Los trabajos que exigían habilidades de nivel medio y ofrecían salarios medios se volvieron escasos. La recesión y sus consecuencias aceleraron este proceso en la fuerza laboral estadounidense.

¿Qué hay que hacer?

En estas circunstancias, no hay motivo para suponer que los frutos del crecimiento serán compartidos ampliamente o que la clase media va a volver a mejorar su situación. Aunque a los trabajadores con educación y capacitación les va mejor en relación con los menos preparados, ni la educación ni la capacitación garantizan ya un mejor nivel de vida y la política pública no tiene más alternativa que confiar en los vientos económicos. Para controlar la situación Galston sugiere tres pasos iniciales:

Adoptar el pleno empleo como meta prioritaria de política económica y celebrar los aumentos de sueldos que eso generaría. Como a las empresas les resultaría difícil subir los precios, los mayores salarios saldrían de las ganancias. Eso las dejaría sin reservas para invertir, lo contrario de lo que ocurre hoy, que acumulan ganancias retenidas o las usan para fusiones o recompra de acciones. 
Bajar los impuestos a las firmas que reparten los beneficios de los aumentos de productividad con sus empleados. El equilibrio entre salarios y ganancias afecta el crecimiento además de la distribución. Solo los aumentos de salarios pueden generar un crecimiento más vigoroso. Y si los mecanismos del mercado no logran producir ese crecimiento, la política pública debería hacer su entrada. 

No dar ventajas adicionales a los ricos, a quienes el mercado ya está tratando extremadamente bien.

Economía y cultura en democracias de mercado

Recapitulando entonces, el acuerdo democrático liberal de la posguerra descansaba sobre la premisa de que los Gobiernos elegidos podrían manejar las economías de mercado para brindar prosperidad a todos los sectores de la sociedad. Eso se logró durante los primeros treinta años pero se fue debilitando en los treinta siguientes cuando aquella fórmula para el éxito ?crecimiento inversión privada y pública, innovación y mano de obra calificada? perdió eficacia. Hoy, después de que la recesión terminara con el Consenso de Washington, el capitalismo de Estado chino se vuelve más atractivo a los países en desarrollo que buscan formas de progresar. Pero hay otro proceso que se suma a la globalización, cambio tecnológico y la posición aventajada de los ricos para destruir el acuerdo de la posguerra. Y es que cuando las economías de mercado interactúan con políticas democráticas, las demandas del público pueden demorar el crecimiento en nombre de otros bienes. Por ejemplo, la seguridad es un deseo humano básico, pero la innovación es casi siempre disruptiva, de modo que la gente pide protección contra la inseguridad que crea. Lo que comienza como una defensa contra los aspectos negativos de la innovación puede terminar impidiendo el proceso mismo de la innovación.

Menos crecimiento

La distribución de los excedentes económicos es la tarea normal de la política en democracias liberales. Este proceso es siempre conflictivo y necesita negociación. La vida política es muy diferente cuando al crecimiento se detiene y el desafío se convierte en la asignación de pérdidas en un ambiente negativo. Cuando un país pierde lo que ha tenido surge la furia y eso es lo que se está viendo en muchos países. 

Se buscan los culpables, los responsables. La política de la culpa ofrece campo fértil a los demagogos que saben manipular las esperanzas y los miedos de la gente. Su mensaje es casi siempre alguna forma de populismo: el pueblo es virtuoso, las élites son corruptas. Hay que ignorar a los expertos y confiar en el sentido común de la gente común. Hay que rechazar toda propuesta que llame al sacrificio. 

Los demagogos suelen comenzar trabajando dentro del sistema político. Pero casi siempre terminan por considerar a las instituciones democráticas como parte del problema en lugar de los medios para resolverlo. Cuando los tiempos son difíciles, los distintos grupos sociales y económicos luchan entre sí, cada uno intentando minimizar sus pérdidas a expensas de los demás. Los Gobiernos elegidos reflejan esas divisiones y todo se hace más difícil. Vacilan y demoran las decisiones y así va en aumento el descontento popular. Una de las consecuencias es la aparición de partidos extremistas.

En el origen de todas estas dificultades, dice Galston, está la promesa de la democracia liberal de que los Gobiernos populares pueden manejar las economías de mercado para que haya progreso material sin límites. Una vez que se acepta eso como medida del éxito, los períodos de dificultades económicas necesariamente debilitan el apoyo público, no solo a los mercados sino a la democracia liberal misma.

 

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