El autoritarismo misógino

Usa el tema de género para desacreditar un orden político y validar otro.

26 diciembre, 2018

No hay un solo Donald Trump. En Brasil está Jair Bolsonaro, en Hungría Viktor Orbán, en Filipinas Rodrigo Duterte.

Esos primos ideológicos del presidente norteamericano tienen en su agenda varios temas de los relacionan. El brasileño Jair Bolsonaro simpatiza con la tortura, habla de apartarse del acuerdo del clima firmado en París y ha dicho sin ambages que el país funcionaba mejor bajo un régimen militar. En Filipinas está Rodrigo Duterte, quien amenaza con imponer la ley marcial en todo el país. En Hungría el Primer Ministro Viktor Orbán ataca a la prensa, entroniza a sus amigos y alienta el odio a los refugiados. En Polonia el partido gobernante pone en jaque la independencia de la Justicia. El nuevo gobierno italiano odia a los inmigrantes y choca con la Unión Europea.

 

A todo esto Peter Beinart, en un análisis que publica en The Atlantic, lo llama “Trumpismo global”. El nuevo desarrollo político nacido en Estados Unidos tiene algunas características que Beinart considera se repiten en los demás países. El primero, la furia de la clase trabajadora antes los cambios que le trajo la globalización. Luego está la reacción de los “cristianos blancos” que temen perder poder frente a los inmigrantes y las minorías, raciales y religiosas.

 

Pero el autoritarismo nacionalista se arraiga en países con características diversas: en algunos países hay recesión, en otros que no; en algunos se siente la inmigración, en otros no; en algunos hay gobernantes de derecha, en otros, de izquierda.

 

La mirada de género

 

Hay un tdenominador que sí es común en todos los casos de autoritarismo que ve el mundo en estos días: el despresitigio a la mujer. Valerie M. Hudson, cientista política de la Universidad de Texas, dice sobre este fenómeno que es importante recordar que durante gran parte de la historia universal hubo siempre un contrato social entre los líderes y sus sujetos masculinos: “Los hombres aceptaron ser gobernados por otros hombres a cambio de que todos los hombres gobernaran sobre las mujeres”. Esta jerarquía política parecía natural – tan natural como que los adultos gobernaran sobre los niños – porque reflejaba la jerarquía del hogar. Así, milenio tras milenio los hombres, y muchas mujeres, asociaron dominio masculino con legitimidad política. El empoderamiento de las mujeres llega para romper ese orden,

 

Como el dominio masculino viene íntimamente ligado a la legitimidad política, muchos revolucionarios y contrarrevolucionarios usaron el espectro del poder de la mujer para desacreditar el régimen que buscaban derrocar. Después, una vez logrado el poder validaban su autoridad reduciendo los derechos de la mujer.

Los revolucionarios franceses convirtieron a María Antonieta en el símbolo de la inmoralidad del viejo régimen. Los revolucionarios iraníes hicieron lo mismo con la princesa Ashraf, la poderosa hermana del Sha que se animaba a no usar velo. Después de derrocar a la monarquía los revolucionarios franceses prohibieron que las mujeres dieran clases en la educación superior y heredaran propiedades. El Ayatollah Khamenei decretó como crimen que las mujeres hablaran por radio o salieran a la calle sin velo. Y así siguen los ejemplos que Hudson, junto a Patricia Leidl citan en su libro The Hillary Doctrine.

 

Trump, Bolsonaro, Duterte, Orbán y otros mandatarios de ese estilo, no son revolucionarios, pero también usan el género para desacreditar un orden político y validar otro. Todos describen el régimen que los precedió como ilegítimo. Trump decía que Barack Obama no había nacido en Estados Unidos y por lo tanto no era elegible para ser presidente según los términos de la constitución. Bolsonaro y Duterte acusaron a los gobiernos anteriores de haber tolerado niveles inaceptables de corrupción. En Polonia el partido gobernante argumentó que sus predecesores estaban comprometidos con Rusia y la Unión Europea.

 

Pero en todos los casos Trump y sus primos ideológicos relacionaron la ilegitimidad de sus predecesores con el poder de las mujeres. Y en todos los casos los esfuerzos por denigrarlas y subordinarlas cimentaron, en sus seguidores, la idea de que la nación, que había sido puesta patas para arriba, ahora estaba en vías de ponerse de pie nuevamente.

 

Trump convirtió a Hillary Clinton- primera mujer en ser nominada a la presidencia de Estados Unidos – en la personificación del sistema político corrupto del país. Un sistema que había convertido a la nación en “un país blando y femenino”. Todos los elementos de su campaña marcaban la llegada de alguien “con las agallas necesarias” para hacer lo correcto. En los mitines, la gente gritaba “Métanla presa”.

 

Bolsonaro también puso en la mira a las mujeres. Desde su banca en el Parlamento votó por el juicio político a Dilma Rousseff y al ganar la presidencia dedicó su triunfo a los militares que la torturaron en la década del 70. En 2015 dijo a una colega en el Congreso: “No te violaría porque no te lo mereces”. Las multitudes que lo aclamaron durante su campaña presidencial cantaban que “entregarían a las feministas a los perros”.

 

La cruzada antifeminista de Duterte también buscó la humillación de mujeres poderosas. Cuando la senadora Leila de Lima exigió una investigación de la guerra a las drogas del presidente, él prometió “hacerla llorar”. La detuvo, acusándola de tráfico de drogas y exhibió supuestas pruebas de que fornicaba con su chofer de la misma forma en que extorsionaba al país (en inglés un mismo verbo sirve para indicar ambas cosas).

 

Para los defensores de los derechos de las mujeres estos autoritarios sexistas implican un dilema. Derrotarlos implica empoderar a las mujeres. Y sin embargo, cuanto más poder consiguen las mujeres, más estos autócratas de derecha las presentan como una asalto al orden político natural. Para derrotarlos en el largo plazo habría que normalizar ese empoderamiento para que no las pueden convertir en símbolos de perversidad política. Y eso exige hacer frente a la razón que subyace en muchos hombres – y en muchas mujeres – y por la cual ven como no natural el poder político de la mujer: porque subvierte la jerarquía que ven en el hogar.

 

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