¿La ética es un buen negocio?

Cuando se habla de conductas no éticas suele pensarse en corrupción. Sin embargo, muchas acciones permitidas por la ley no son éticamente correctas. Es allí, precisamente, donde se presentan los problemas más complejos.

3 agosto, 2016

Se trata a veces de decisiones legalmente incuestionables que afectan las relaciones de la empresa con los stakeholders (empleados, clientes, accionistas), la comunidad, los principios morales o el medio ambiente. Aquí se presentan dos singulares casos locales. 

Es conocida la discusión acerca del conflicto ético que se plantea al premiar con un bonus a un CEO que estuvo a cargo de una reestructuración que condujo al despido de centenares de empleados. “Es legítimo. Sin embargo, ¿es ético que una remuneración se base en un aumento de productividad conseguido a través de un desastre social?”, se pregunta María Marta Preziosa, directora del Centro de Etica del Instituto para el Desarrollo Empresarial Argentino (Idea).

“Para vivir bien se necesitan relaciones equilibradas. Por ejemplo, darle a cada uno lo que le corresponde. La ética se relaciona con una cuestión racional de buena convivencia”, argumenta Preziosa.

Los dos extremos

Roberto de Michele, director de Planificación de Políticas de Transparencia de la Oficina Anticorrupción del Ministerio de Justicia, plantea que en el mundo de los negocios existen dos posturas opuestas acerca de la ética.

En una se ubica el economista Milton Friedman, quien postula que las empresas son organizaciones colectivas concebidas para aumentar los beneficios económicos. En consecuencia, son inmorales todas las decisiones que afecten los intereses de los inversores.

La posición opuesta está representada por Peter Drucker. Para él, no puede haber negocios sin ética, porque en un contexto de cumplimiento de la ley y prácticas competitivas razonables no es costoso actuar correctamente.

“La posición de Friedman encuentra su paradigma en el caso del Ford Pinto, a mediados de los años ´70” explica De Michele.

El Pinto había perdido mercado a manos del Golf de Volkswagen, bautizado así precisamente porque el diseño de su baúl permitía guardar cómodamente los palos utilizados en ese deporte, muy popular en Estados Unidos.

La solución de Ford fue rediseñar el baúl del Pinto. Pero, al hacerlo, sus ingenieros no se dieron cuenta de que el tanque de nafta quedaba en una posición peligrosa: ante una colisión podía estallar con facilidad.

Los accidentes pusieron en evidencia el problema y la empresa debió tomar una decisión.

Modificar la posición de los tanques de todas las unidades en circulación tenía un costo de US$ 137 millones. En cambio, dejar los autos vendidos como estaban y perder todos los juicios que pudieran sobrevenir, podía acarrear, como máximo, el pago de indemnizaciones por US$ 49,5 millones (a razón de US$ 220.725 por damnificado).

Legalmente, la automotriz no estaba obligada a cambiar los tanques, así que, frente al conflicto, le hizo caso a Friedman y optó por la solución más barata.

Ahora bien, Ford no perdió mucho dinero en los tribunales, pero su imagen sufrió un daño gravísimo que le costó mucho reparar. Lo cual, a la larga, también perjudicó a sus accionistas.

“Uno no puede maximizar de cualquier modo la rentabilidad de su inversión. Pero tampoco se puede ser tan ingenuo y pensar que haciendo lo correcto las cosas siempre saldrán bien. ¿Cuántas veces una compañía puede gastar millones en corregir un error?”, se pregunta De Michele.

Un dolor de cabeza ejemplar

También resulta particularmente ilustrativo, en esta materia, el caso de Tylenol, de Johnson & Johnson. En 1982, un demente introdujo veneno en las cápsulas del analgésico más vendido de Estados Unidos. Aunque la justicia había determinado que la empresa no era culpable el sabotaje se había realizado fuera de sus plantas  el problema se convirtió rápidamente en una gran crisis. El golpe fue muy duro, porque el producto se había ganado la confianza de los médicos y representaba alrededor de 20% de los ingresos de la compañía. De hecho, sus acciones cayeron a la mitad de su valor y su participación en el mercado de analgésicos se redujo de 38% a 18%.

La firma tenía dos opciones. La más sencilla era discontinuar el producto para lanzarlo más tarde con otro nombre y gastar unos pocos millones de dólares en solicitadas en los diarios lamentando el hecho y deslindando toda responsabilidad. La más complicada y costosa fue, sin embargo, la elegida: invertir US$ 60 millones en una agresiva campaña para recuperar la confianza, que incluía cambiar todos los frascos vendidos y ofrecer a la gente la devolución del dinero.

El camino más costoso resultó ser el más conveniente. Al cabo de nueve meses, Johnson & Johnson ya tenía 33% del mercado, había recuperado la confianza de la gente y su imagen estaba más fuerte que nunca.

La importancia del contexto

A la hora de abordar estas posturas desde una perspectiva local, De Michele hace hincapié en las diferencias del medio en que se desarrollan las actividades empresarias en la Argentina y propone algunas comparaciones (ver cuadro).

“Frente a esta situación ¿de qué modo actuamos? ¿como dice Friedman o como postula Drucker?”, plantea De Michele. “En la Argentina, uno puede ser San Francisco de Asís en los negocios, pero no aguanta mucho tiempo. La ética no es un problema individual, sino de lógica colectiva.”

Preziosa no cree que haya culturas más o menos éticas. En su opinión, la clave pasa por el entorno. “Es muy difícil ser ético en un ambiente donde la ética no se cultiva suficientemente. En última instancia, es un problema de buen desarrollo del management“.

Para la especialista, a veces la gente no es ética por una cuestión de debilidad. El dilema de la lealtad al jefe o a sus principios es uno de los conflictos más frecuentes.

¿Cómo se puede rechazar una actitud no ética cuando está en juego el empleo? “Uno solo no puede cambiar el mundo, pero hay alternativas: colaborar pasivamente, apartarse, expresar por vías informales el desacuerdo. Conviene ser creativo y no afrontar la cuestión en términos de dilema (lo acepto o me voy) porque es un pensamiento pobre y acotado”, dice Preziosa.

Luis Riva, ex presidente de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresas (Acde), dirige una consultora especializada en management temporario. “Cada vez que nos hacemos cargo de una empresa, tratamos de demostrarles a los accionistas que los procedimientos adecuados siempre son redituables. Por ejemplo, un sistema de doble facturación obliga a un necesario desorden o falta de transparencia que permite a otros niveles de la organización hacer sus propios negocios“.

Eduardo Yborra, a cargo de la cátedra de Responsabilidad Social y Etica de la Universidad de San Andrés, sostiene que no puede plantearse la existencia permanente de un control externo para obligar a la gente a actuar responsablemente. “La cuestión es cómo entrar en un proceso positivo de autorregulación que nos lleve a no tomar determinadas decisiones, más allá de quién las controle”.

Yborra incorporó a la materia la discusión de casos reales. “No enseñamos filosofía ni buscamos agregar conocimientos, sino construir un espacio de reflexión para discutir con los alumnos el significado de tomar decisiones responsables en el mundo de los negocios”, explica.

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