Ãconos que logran encender pasiones

Detergente Tide, motos Harley-Davidson, whisky Johnie Walker etiqueta negra, cerveza Miller... ¿Qué tienen en común? Que no son sólo marcas, sino objetos de amor. “Lovemarks”, como dicen en Estados Unidos.

8 mayo, 2007

El término es nuevo y juega con “mark” (como en “marca registrada”), sinónimo de “brand”. En cuanto a “love”, en castellano no cubre todo el espectro del inglés y puede traducirse como fidelidad, afecto, pasión o hasta culto (por ejemplo, el de las Harley).

En realidad, el neologismo fue acuñado por Kevin Roberts. El presidente ejecutivo de Saatchi & Saatchi lo ha usado en varios trabajos. Donde, de paso, redefine su agencia publicitaria como “empresa de ideas”. A Roberts lo fascinan marcas mágicas o de culto, “ésas –confiesa– que inspiran lealtad más allá de lo racional”.

John Gapper, experto inglés en la materia, es cínico al respecto y confiesa estar “tentado de incluir las ideas de Roberts entre las insensateces comunes en Madison Avenue” (centro del negocio publicitario norteamericano). Por supuesto, el analista ofrece su visión en un libro titulado “Lovemarks”. Sin duda, algo hay en un fenómeno que dista de ser nuevo. Así cree Seth Godin, autor de Purple cow: Transform by being remarkable y apóstol en el tema. “Todos conocemos –dice– productos que generan afecto, recomendamos a nuestros amigos y los pagamos gustosamente caros”.

Pero, en materia de marcas, no debe jugarse con los sentimientos. La gente no se aficiona a cualquier cosa. “Las empresas deben explotar la pasión de pocos o, por el contrario, fabricar productos que atraigan a muchos, aunque no fanáticamente. Intentar ambas cosas al mismo tiempo puede ser ruinoso: en marketing, como en la vida, el amor no coexiste con la promiscuidad”.

Dos factores explican la búsqueda de compromiso afectivo. El primero (apunta Gapper) “es la proliferación en cada segmento de mercado, que hace difícil llamar la atención sobre lo convencional”. Godin cita al respecto Stax (Frito Lay), un producto que quería competir con Pringles (Procter & Gamble). “Pese a un marketing de US$ 50 millones en 2003, menos de la mitad de encuestados reconoció la nueva marca. De pasión, ni hablar”.

La solución aconsejada por este consultor es simple: “llamar la atención del consumidor sobre cosas que realmente la merezcan. Siempre existe la tentación de mejorar un producto, pero eso no ayuda. Aquél debe ser revolucionario o, por lo menos, innovador para conseguir algo más que una mirada al paso”.
El segundo factor reside en “las crecientes posibilidades de la gente para difundir vía Internet sus opiniones, malas o buenas, sobre un producto”. Así subraya Benjamin McConnell en Creating customer evangelists. La Red “ha decuplicado la influencia de un consumidor”.

Roberts, que suele asesorar grandes firmas como P&G, afirma que el público “elabora vínculos afectivos con cualquier marca”. Eso es “una simple expresión de deseos”, replica Gapper. “Por ejemplo, las telcos se mantienen en contacto con los usuarios y los jabones auspician teleteatros. Pero, aunque el consumidor relacione subconscientemente productos con impactos afectivos, no significa que ame a los primeros”.

Marcas y productos exclusivos, con admiradores fanáticos, pueden generar sentimientos. Así, parte de la seducción de tener una Apple o un BMW es que no están al alcance de cualquiera. Dado que sus fabricantes no se orientan al mercado masivo, pueden aferrarse al nicho y su círculo virtuoso: las innovaciones consolidan clientes fanáticos, que las “venden” a compradores potenciales.

Eso no es sencillo, pues afición implica compromiso. Si los clientes tienen ideas firmes sobre un producto, reaccionarán mal si le hacen cambios que no les gustan. Así acaba de descubrirlo BMW con las series 5 y 7. La alternativa es ampliar el atractivo de algo. Pero ello entraña deteriorar su carácter original. Como reflexiona Godin, “uno sabe que, en cierto punto, la mayoría de los productos inexorablemente cambia para mal”

El término es nuevo y juega con “mark” (como en “marca registrada”), sinónimo de “brand”. En cuanto a “love”, en castellano no cubre todo el espectro del inglés y puede traducirse como fidelidad, afecto, pasión o hasta culto (por ejemplo, el de las Harley).

En realidad, el neologismo fue acuñado por Kevin Roberts. El presidente ejecutivo de Saatchi & Saatchi lo ha usado en varios trabajos. Donde, de paso, redefine su agencia publicitaria como “empresa de ideas”. A Roberts lo fascinan marcas mágicas o de culto, “ésas –confiesa– que inspiran lealtad más allá de lo racional”.

John Gapper, experto inglés en la materia, es cínico al respecto y confiesa estar “tentado de incluir las ideas de Roberts entre las insensateces comunes en Madison Avenue” (centro del negocio publicitario norteamericano). Por supuesto, el analista ofrece su visión en un libro titulado “Lovemarks”. Sin duda, algo hay en un fenómeno que dista de ser nuevo. Así cree Seth Godin, autor de Purple cow: Transform by being remarkable y apóstol en el tema. “Todos conocemos –dice– productos que generan afecto, recomendamos a nuestros amigos y los pagamos gustosamente caros”.

Pero, en materia de marcas, no debe jugarse con los sentimientos. La gente no se aficiona a cualquier cosa. “Las empresas deben explotar la pasión de pocos o, por el contrario, fabricar productos que atraigan a muchos, aunque no fanáticamente. Intentar ambas cosas al mismo tiempo puede ser ruinoso: en marketing, como en la vida, el amor no coexiste con la promiscuidad”.

Dos factores explican la búsqueda de compromiso afectivo. El primero (apunta Gapper) “es la proliferación en cada segmento de mercado, que hace difícil llamar la atención sobre lo convencional”. Godin cita al respecto Stax (Frito Lay), un producto que quería competir con Pringles (Procter & Gamble). “Pese a un marketing de US$ 50 millones en 2003, menos de la mitad de encuestados reconoció la nueva marca. De pasión, ni hablar”.

La solución aconsejada por este consultor es simple: “llamar la atención del consumidor sobre cosas que realmente la merezcan. Siempre existe la tentación de mejorar un producto, pero eso no ayuda. Aquél debe ser revolucionario o, por lo menos, innovador para conseguir algo más que una mirada al paso”.
El segundo factor reside en “las crecientes posibilidades de la gente para difundir vía Internet sus opiniones, malas o buenas, sobre un producto”. Así subraya Benjamin McConnell en Creating customer evangelists. La Red “ha decuplicado la influencia de un consumidor”.

Roberts, que suele asesorar grandes firmas como P&G, afirma que el público “elabora vínculos afectivos con cualquier marca”. Eso es “una simple expresión de deseos”, replica Gapper. “Por ejemplo, las telcos se mantienen en contacto con los usuarios y los jabones auspician teleteatros. Pero, aunque el consumidor relacione subconscientemente productos con impactos afectivos, no significa que ame a los primeros”.

Marcas y productos exclusivos, con admiradores fanáticos, pueden generar sentimientos. Así, parte de la seducción de tener una Apple o un BMW es que no están al alcance de cualquiera. Dado que sus fabricantes no se orientan al mercado masivo, pueden aferrarse al nicho y su círculo virtuoso: las innovaciones consolidan clientes fanáticos, que las “venden” a compradores potenciales.

Eso no es sencillo, pues afición implica compromiso. Si los clientes tienen ideas firmes sobre un producto, reaccionarán mal si le hacen cambios que no les gustan. Así acaba de descubrirlo BMW con las series 5 y 7. La alternativa es ampliar el atractivo de algo. Pero ello entraña deteriorar su carácter original. Como reflexiona Godin, “uno sabe que, en cierto punto, la mayoría de los productos inexorablemente cambia para mal”

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