Todos contra Uber… por ahora

La controversia sobre la posible llegada del servicio al país reavivó el debate respecto a cómo las nuevas tecnologías pueden cambiar las ciudades. Con sindicatos fuertes, la famosa “sharing-economy” presenta desafíos. Por Florencia Pulla. 

12 mayo, 2015

A principios de marzo, el rumor de la llegada de Uber a la Argentina se hizo más fuerte que nunca. Pablo Fernández, periodista y coordinador de Innovación Editorial de Chequeado.com, lo confirmaba: el famoso servicio de transporte privado y online, nacido en San Francisco pero que ya había expandido sus tentáculos como un pulpo goloso a las ciudades más importantes del mundo, estaba buscando Country Manager en el país. 

 

La respuesta no se hizo esperar. Como ya lo habían hecho sus pares en Barcelona, París y Londres, donde la llegada de Uber significó duras protestas y paros de servicio, las cuatro entidades patronales (Unión Propietarios de Taxis, Sociedad Propietarios de Taxis, Asociación de Taxistas Argentinos de Capital y la Cámara Empresaria de Autotaxis) y los representantes gremiales de los taxistas porteños se pusieron rápidamente en alerta para impedir la llegada del servicio a Buenos Aires. 

 

“Vamos a exigir al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que no habilite el sistema Uber. Sería competencia desleal, no hay reglamentación en la Ciudad para que funcione la aplicación. La ordenanza de la ciudad 3.622 no permite el funcionamiento del sistema que intentan aplicar porque si se habilitara nos llevaría a preguntarnos qué hacemos con lo que tenemos”, había dicho Enrique Celi, de Unión Propietarios de Taxis a la agencia de noticias Télam. 

 

Finalmente lo lograron. Por ahora, hay paz. El servicio no llegará al país al menos en el corto plazo según supo decir Adriana Garzón, directora de Comunicaciones de Uber en el Cono Sur, a varios medios locales. “Con Uber siempre estamos buscando oportunidades de expandirnos pero en el corto plazo no hay planes específicos con Buenos Aires”, aseguró. 

 

Qué tanto habrá pesado la actitud de pocos amigos de la Ciudad de Buenos Aires en la decisión de la compañía de dar cierta marcha atrás, es incierto. Lo que resulta paradójico es que el Gobierno de la Ciudad, tan preocupado por la innovación que hasta creó un Ministerio de Modernización e hizo del emprendedurismo tecnológico una de sus banderas, le haya soltado la mano al servicio. Pero así lo explica Guillermo Dietrich, secretario de Transporte. “Si hablamos en términos de mercado, es verdad: la práctica de estos servicios afecta al sector de taxis ya que representa un caso de competencia desleal al ofrecer un servicio fuera de regla que es similar y paralelo y sin tarifas establecidas. Pero la discusión no es económica, el trasfondo es mucho más complejo: estamos hablando de un transporte público que le da movilidad a la gente. Prácticas como Uber vulneran la seguridad, tan sencillo como eso. Somos concientes de que vivimos en una era digital y que el uso de herramientas, en este caso una aplicación móvil, facilita la prestación del servicio pero no estamos a favor de que lo hagan en perjuicio de la seguridad de quienes se mueven en la ciudad”. Concreto en su rechazo. 

 

Uber hace bien en pisar con cuidado el hipercompetitivo mercado local. Según datos oficiales la flota porteña es de las más grandes del mundo, con 37.000 taxis que rondan sus 202 kilómetros cuadrados todos los días. Para entenderlo: es más grande que la de Paris, Madrid, Roma y Berlín. De llegar, seguramente no será en este complicado año de elecciones: hay demasiado en juego para dar pasos en falso.

 

 


Guillermo Dietrich

Uber ya ganó

Pero Dietrich no es original en su discurso: es el mismo que han tenido tantos otros políticos en el breve tiempo en el que Uber ha rodado sobre esta tierra. El servicio es controversial: mediante una aplicación con geolocalización, permite que los chóferes registrados con la empresa transporten a pasajeros en necesidad de llegar a alguna parte con una tarifa diferencial que depende de la oferta de autos y la demanda de ellos. Nada más laissez faire. Y sin embargo, este servicio alternativo de taxis no ha dejado de suscitar críticas: que la empresa solo se responsabiliza por el buen funcionamiento de la App, que cualquiera puede ser chofer, que no hay regulaciones ni tarifas oficiales por lo que el servicio puede ser considerado competencia desleal; que ya existen servicios que potencian lo móvil sin romper la ley. 

 

“El problema de este tipo de servicios es que permiten que cualquier persona con un vehículo privado pueda transportar pasajeros, con la responsabilidad que esto significa. Estamos hablando de conductores que no cuentan con licencia profesional, que no fueron capacitados, que no han pasado por los controles correspondientes. Y no solo los conductores, también los vehículos. Un taxi habilitado debe pasar al menos una vez por un año por un control técnico en el que se verifican frenos, luces, dirección, neumáticos, pintura, cinturones de seguridad, asientos, emisión de gases de escape… todas condiciones de seguridad”, explicó el secretario de Transporte de la Ciudad. 
Como Dietrich, hace un año el Senado de Illinois –el estado que alberga una de las ciudades más importantes de Estados Unidos, Chicago– se propuso limitar el alcance de Uber con leyes ad hoc que regulasen su funcionamiento. Pretendían erradicar a los Uber-choferes de aeropuertos, por ejemplo, y poner un límite a la cantidad de horas que un chofer cualquiera podía pasar detrás del volante. Lo interesante de Uber, un jugador en el plano físico que además es un gigante tecnológico, es que no está acostumbrado a jugar con las mismas reglas de juego que sus competidores analógicos, es decir, los taxis organizados: en vez de doblegarse al sistema llamó a sus clientes, usuarios de la red 3.0, a protestar. 90.000 personas firmaron una petición que le pedía al Gobernador que vete las leyes presentadas por el Congreso local. Cuando lo logró, no se sentó en sus laureles: publicó información de contacto de los legisladores que estaban en contra del veto y logró intimidar a los demás a acatar sus órdenes. Es decir, no solo no se sumió a los dictámenes de la ley sino que la doblegó a su antojo; no solo no perdió poder sino que ganó la capacidad de dictar las reglas.

Temor y desconfianza

Quizás por este antecedente desalentador su avance arrollador suscita algo de temor. En sus cinco años de plena existencia, Uber ha desafiado las expectativas convirtiéndose en una compañía con una valuación de US$ 40.000 millones. Sus mayores adversarios, las patronales y sindicatos de taxis en todas partes del mundo, han sido creativos en sus estrategias para mitigar el impacto negativo del éxito de la aplicación. En casi todos los países europeos los paros han significado verdadera presión sobre políticos de todas las razas y colores para rechazar el servicio y, cuando la vía política produce pocos resultados, judicializar la controversia ha resultado beneficioso para los taxistas analógicos. Jueces de Francia y Alemania, por nombrar solo dos ejemplos, impusieron duras multas sobre el servicio y, en algunos casos, han logrado prohibirlo aunque sea temporalmente. 

 

“Creo que los taxistas tienen miedo de perder su lugar”, dice Ana Pereyra Iraola, VP de Marketing de SaferTaxi, empresa que también usa una aplicación para que taxistas y pasajeros puedan beneficiarse mutuamente. “Le temen a la tecnología. Sobre todo a Uber porque SaferTaxi, al asociarse con una agencia de radiotaxis, no es una verdadera amenaza y por lo tanto, más fácil de aceptar, por más que estemos hablando de una aplicación. Que taxistas en Londres hayan cortado calles para que no entre el servicio al país o que en ciudades como Nueva Delhi hayan prohibido el servicio habla a las claras de ese temor: el riesgo de abrir el mercado es alto porque se percibe que puede haber menos trabajo para todos. Y los taxistas siempre han sido un gremio particular”. 
Leonardo Boz, de EasyTaxi –el servicio competencia de SaferTaxi que también opera con taxis legales para estar a tono con la legislación actual– coincide con la apreciación de Pereyra. “El mercado de los taxis en Buenos Aires es muy competitivo pero también muy carente de soluciones innovadoras que ayuden a los taxistas. En cualquier grupo de profesionales siempre habrá personas más reacias a la tecnología y eso es normal. Pero si la tecnología juega a favor y da buenos resultados es solo una cuestión de tiempo para que se adapten. El problema es que el taxista legal, que invirtió en su licencia y en su auto para que esté apto para el transporte de pasajeros, ve como competencia desleal que un auto particular pueda dar su mismo servicio. Cuando ocurre, esa es una falla del sistema público de regulación. Lo cierto es que la legalidad de Uber, en muchos países, la termina dictaminando la justicia”. 

 

Tanto SaferTaxi como EasyTaxi utilizan la tecnología para ofrecer una solución innovadora pero no clavan un puñal en el modelo de negocios que impera desde hace 100 años: es decir, y como se desarman en explicarlo, operan dentro de la legislación vigente que los obliga a ser socios de agencias de taxi o vehículo tecnológico de chóferes independientes pero habilitados. 
“Nosotros no operamos con taxis de la calle –explica Pereyra Iraola– solo usamos radiotaxi porque así nos obliga la ley. Pero no estamos en contra de la llegada de Uber. Es más competencia pero también la tenemos en otros países en donde operamos. Sabemos que el usuario de Uber es distinto al nuestro y lo respetamos tratando de no perder clientes, manteniendo alta nuestra calidad de servicio”. “Son mercados distintos –dice también el director regional para América latina de EasyTaxi– porque nosotros solo trabajamos con taxis legales, que pasan por un chequeo previo en nuestra empresa, y Uber trabaja con autos particulares. No competimos directamente y la llegada de este jugador no cambia nada en términos de regulación”. 

 

Se despegan de Uber porque su negocio es el mismo que el de las patronales de taxi. Al final del día no hay que confundir el uso de la tecnología como canal –es decir, para seguir alimentando viejos modos– que la tecnología como motor de la innovación. En este sentido, el auge de la sharing-economy prueba que los usuarios-ciudadanos-consumidores esperan más de la tecnología que lo que están dispuestos a ceder los gobiernos y las empresas actualmente en favor de viejos modelos que han amasado mucho poder. Lo entiendan o no, los usuarios quieren una vida dinámica facilitada por la tecnología; la quieren ahora y no quieren esperar.

 

El auge de la sharing-economy

El triángulo amoroso entre Estados, patronales y sindicatos de taxis y empresas inherentemente tecnológicas como Uber abre una grieta entre las viejas formas y los nuevos modos de contratación o compra. Si es cierto que la tecnología móvil está aquí para quedarse y que las ciudades serán cada vez más inteligentes porque deben adaptarse a un consumidor más conectado, los actores analógicos –instituciones y organismos; Gobiernos y sindicatos; empresas y emprendimientos– tendrán el buen tino de cambiar. 

 

Pero cambiar no es fácil. El verdadero problema que suscita Uber, en definitiva, no es que trabaja en un marco de desregulación total sino que inaugura una categoría propia; una nueva manera de entender las necesidades del consumidor y de hacer negocios. Algunos la llaman “sharing economy”, que en castellano se traduce como la economía del compartir. El término no es casual y alude a la buena voluntad de ambos lados de una transacción cualquiera: si alguien tiene un auto y tiempo libre, como plantea Uber, ¿por qué no vender el servicio que otros están buscando? 
Quien habilita esta nueva lógica empresarial es la tecnología. Antes de Internet, alquilar la casa de un extraño para pasar unos días de vacaciones en Madrid hubiese sido posible pero complicado; contratar a una niñera confiable por hora, bastante más caro. Pero gracias a sitios como Airbnb o Urbansitter encontrar y contratar es más fácil utilizando un sistema sencillo de reputación que sirve para demandante y ofertante por igual y que permite, además, pagar por los servicios de manera fácil, legal y segura. En esta nueva economía en la que compartir es la máxima, las personas son dueñas de su tiempo y sus recursos y pueden venderlos al mejor postor. El sueño de la tercerización está entre nosotros: “lo mío es tuyo y lo tuyo es mío… por un precio”. El triunfo del e-commerce tradicional también ayudó: que más personas estén cómodas comprando un objeto por Internet le da oxígeno a la buena nueva de contratar servicios. 

 

Hay, incluso, buenos ejemplos locales. Hace poco menos de un año se lanzó en la Argentina el sitio Freelancer.com, un marketplace que permite que profesionales independientes cobren por diferentes trabajos que se ofertan en tiempo real. O, para los oficios, IguanaFix, una especie de PáginasAmarillas de plomeros, carpinteros o cerrajeros que funciona como puente entre ellos y el cliente que se beneficia financieramente, a fin de cuentas, porque puede comparar diferentes presupuestos en un mercado dominado por el “cuánto-le-voy-a-cobrar-doña”. 

 

En instituciones sólidas –como llamaba Zygmunt Bauman a aquellas organizaciones pesadas de principio de siglo, con una estructura que les impedía cambiar para adaptarse– el cambio cuesta más y las empresas dinámicas, propias de la Modernidad Líquida, generan miedo y desconfianza. Tanques todopoderosos como IBM han entendido esto de la manera más cruel: ser grande no siempre es ser mejor. La flexibilidad es la marca de los nuevos tiempos. 

 

Las empresas que hacen suyo este modelo de negocios, con Uber a la cabeza, hacen suya aquella frase de Perón: donde hay una necesidad hay –no un derecho– sino un negocio. Y la tecnología es el mejor vehículo para que sea exitoso. Mientras tanto, los reguladores duermen; los sindicatos, protestan; las viejas empresas miran para otro lado.

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