La reforma electoral debe romper el círculo vicioso de la política

Puede parecer algo lejano a la vida cotidiana de las personas. Sin embargo, la falta de reglas claras en la política tiene efectos directos sobre los ciudadanos. Las elecciones en Tucumán en 2015 y, ahora el escándalo del ex secretario de Obras Públicas, José López, son consecuencia de un círculo vicioso que sólo puede ser interrumpido por un cambio completo. Por María Page (*)

24 junio, 2016

Dos instantáneas se destacan en la crónica política de los últimos tiempos. El año pasado la quema de urnas en Tucumán puso en evidencia hasta qué punto alentar el faccionalismo como forma de construcción política puede resultar tan oneroso como autodestructivo. Más recientemente, los bolsos de López nos dejaron azorados: las más desorbitadas presunciones sobre cómo se financia la política fueron superadas ampliamente por la realidad. Ambos episodios parecen, a priori, inconexos.

Sin embargo son síntomas visibles de un mismo problema: en nuestro país en algunos aspectos cruciales la competencia política se volvió un juego en el que vale todo. En Tucumán, gracias al sistema de acoples, los votantes se encontraron en el cuarto oscuro con 80 boletas, 50 de las cuales estaban encabezadas por el gobernador Manzur, quien resultó ganador. Esto es posible porque allí, como en la mayoría de las provincias, un mismo candidato a gobernador puede presentarse en varias boletas distintas acompañado por candidatos diferentes para otras categorías, como legisladores provinciales o autoridades municipales. Así los acoples, las colectoras, o los lemas permiten sumar apoyos de todas partes sin negociar una alianza ni una lista única para cada categoría.

El problema es que estos apoyos múltiples colectan hacia arriba en la misma medidas en que fragmentan hacia abajo. Entonces, aunque pueden servir para ganar elecciones, en otros aspectos son muy disfuncionales y retroalimentan la debilidad de los partidos. La oferta se vuelve opaca para el elector. Se desdibuja la diferencia entre oficialismo y oposición. Se genera inequidad en el cuarto oscuro. Se alientan irregularidades, como el robo de boletas. Además complican la gobernabilidad, porque dificultan los acuerdos y la formación de coaliciones de gobierno y legislativas.

Entonces se consume mucha energía política para lograr acuerdos caso por caso y se dilapidan recursos para compensar o retribuir esos apoyos. Hasta que un día una pelea entre facciones en el territorio desemboca en un episodio violento que pone bajo sospecha a todo el proceso electoral. Con el financiamiento pasa algo similar. No por falta de reglas: en la ley nacional hay límites a las donaciones que los partidos pueden recibir, límites a lo que se puede gastar, está prohibido que las empresas hagan aportes para la campaña y hacer gastos proselitistas fuera de las semanas anteriores a la elección.

Sino porque en la práctica el financiamiento de la política opera en la más completa informalidad: la mayor parte del dinero se recibe y se gasta en efectivo sin registro de su origen ni de su destino; la inconsistencia entre los gastos que se declaran y las acciones de campaña es escandalosa; y la falta de reglas en las provincias facilita le evasión de la ley nacional. Hasta ahora, antes que reconocer que hacer política siempre requiere recursos, preferimos que los inevitables vínculos entre el dinero y la política ocurran en la informalidad.

Pero esta opción es muy onerosa: facilita la captura de la política pública por parte del poder económico, alienta la corrupción como fuente de financiamiento y genera el riesgo de atraer dinero del delito organizado. El mercado es enorme. López es solo un caso de los que debe haber muchos. A 3 años y meses de la próxima elección presidencial, la reforma política que está a punto de discutirse en el Congreso es una oportunidad única para que los partidos políticos salgan del círculo vicioso del vale todo. Para lograrlo hay dos cuestiones cruciales que no pueden faltar en el debate: poner reglas claras para que las alianzas sean más coherentes y orgánicas y hacer que el dinero que se usa en política sea trazable y se declare. Ninguno de los dos objetivos puede alcanzarse si las provincias no se comprometen también con esta agenda. El desafío es enorme y federal, pero la opción es caer todavía más bajo.

(*) Coordinadora del Programa de Instituciones Políticas de CIPPEC.

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