Aventuras al borde del desierto
Una ruta que propone recorrer los pueblos bereberes, los oasis que delimitan el desierto bajo la presencia del Alto Atlas y Marrakech, puerta y antesala del Sahara. Es un camino conformado por pueblos de gente humilde y amable.
27 noviembre, 2009
<p>Dar la vuelta en 4×4 a las dunas de Erg Chebbi sirve para comprobar que la región sigue manteniendo su esencia. Todo tiene un sabor más auténtico, aunque una carrera de motos o una expedición de <em>quads</em> puedan rasgar el silencio. Las ofertas para explorar en dromedario el arenal, dormir en <em>jaimas</em>, conocer las tradiciones bereberes, o esquiar en las dunas, son innumerables.<br />
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Desde la cima de la gran duna que corona el acorralado jardín de Merzouga, todo lo que se contempla es arena: el comienzo del Sahara.<br />
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Al desierto no se puede entrar, pero éste lo hace, lenta e inadvertidamente, en quien se acerca a él con la sensación de haber llegado a la mitad de la nada.</p>
<p><strong>El despertar de los sentidos</strong><br />
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Huele a menta. Están tiñendo de verde las lanas. Probablemente el aroma se mantenga todo el día. Olerá a azafrán cuando tiñan de amarillo, a amapola cuando toque el rojo, a cedro cuando llegue el turno del marrón, a henna cuando el naranja. Son los mismos pigmentos con que tiñen los cueros en las curtiembres, cuando el hedor ácido y penetrante de las pieles de los animales inunda el aire, obligando a llevar puñados de menta pegados a la nariz.<br />
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Ese olor está efectivamente vivo, perennemente actualizado, y pronto se mezclará, tras las murallas, en los entresijos de la medina y en las aceras de calles y callejuelas.<br />
Es la ciudad <em>ocrerrosada</em>, como la llama el poeta español Juan Goytisolo, uno de sus habitantes. Es Marrakech, el despertar de los sentidos.<br />
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La plaza de la Jemaa el-Fna, referencia de la Medina, bulle: en los souks todo se vende; pero a su vez están los encantadores de serpientes, los contadores de historias y los artistas callejeros; los vendedores de jugos y las señoras que realizan tatuajes de henna. En el mercado, los puestos están abiertos desde temprano y el arte del regateo toma los rincones del zoco entre una gama de colores infinita y con olores a comino, pimienta, azafrán y flores de naranjo.<br />
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Al atardecer, con el cielo rojizo, la plaza de la Jemaa el-Fna se convierte en un restaurante a cielo abierto: harira (sopa de carne, lentejas y garbanzos); tajines (guiso que recibe su nombre del recipiente donde se cuecen las carnes, legumbres y pescados a fuego lento); cous-cous; ensalada marroquí y cordero, la carne por excelencia: el méchui asado o al horno es un manjar delicioso. Sencillos bancos, mesas con manteles de papel y lámparas de acetileno definen el escenario.<br />
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Tanto de día como de noche, la que es conocida como la ciudad alegre, por el carácter de su gente y el ambiente que se respira en sus calles, no cesa en su empeño de conquistar al visitante. <br />
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Marraquech, la bermeja, la risueña. <em>Cuidado,</em> se decían<em>, para ir no hay que preparar maletas, hay que prepararse uno mismo.</em> Puerta y antesala del desierto para unos, oasis de los sentidos y de la fantasía para aquellos que se bajan del tren de la vorágine.</p>
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<p><font color="#dd5d3f"><strong>Al alcance de la mano</strong></font></p>
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<p>Por Marcos Caruso</p>
<p>Sus habitantes, antes de perderse en la arena, han sabido sacar partido a los torrentes de agua de deshielo que bajan desde las montañas. Marruecos es la historia del reencuentro porque es la esencia de otros tiempos.<br />
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Es el sello de una cultura y un legado compartido durante siglos.<br />
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Existen muchos Marruecos: la ruta costera, desde Casablanca hasta Esauira con el Atlántico a la derecha y, a la izquierda, los campos verdes y las aldeas blancas, con puertas y ventanas pintadas de azul descascarado. El Marruecos donde Orson Welles ambientó escenas de <em>Otelo</em>; donde se filmó <em>Lawrence de Arabia</em>; el escenario de <em>El cielo protector</em>, de Bertolucci, y muchas otras películas; el que sedujo a Paul Bowles y al poeta Juan Goytisolo; el de las ciudades imperiales como Rabat, Fez, Meknés y Marrakech.<br />
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Y está el otro, el profundo, hacia el sur; camino a la nada del desierto, sólo alterado por las cumbres del Alto Atlas.<br />
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Es una ruta conformada por pueblos en las montañas; de gente humilde y amable. Un té verde y una larga conversación esperan a quien se deje llevar por un tiempo que, aquí, corre más lento.<br />
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Encajonados entre las alturas del Atlas y la inmensidad del Sahara, los bereberes, antes de perderse en la arena, han sabido sacar partido a los torrentes de agua de deshielo que bajan desde las montañas.<br />
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El verdor de las huertas, cultivadas con palmeras, olivos, frutales y hortalizas contrasta con la aridez circundante, donde el desnudo terreno sedimentario muestra el perfil de un antiguo fondo marino plagado de fósiles. <br />
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Divididos en tribus, su historia es también la de las rencillas entre clanes. De ello dan cuenta los cientos de fortalezas en las orillas de los ríos. Construidas con barro, las kasbahs con torres almenadas protegen cada pedazo de terreno fértil.<br />
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Ait-Benhaddou es el más conocido de todos los grandes recintos amurallados del sur marroquí. Su imagen ha podido verse en películas como <em>Lawrence de Arabia</em>, <em>La joya del Nilo</em> o la más reciente <em>Gladiador</em>. <br />
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Las <em>kasbahs</em> como Ait-Benhaddou son grandes pueblos amurallados, construidos para defender la cosecha y los palmerales.<br />
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Durante el trayecto, de las áridas laderas asoman pueblos del mismo color que la tierra, donde los pastores bereberes aprovechan las gargantas rocosas para mantener algunos cultivos a la sombra de nogales y almendros. El terreno es duro. El clima y el pastoreo excesivo no dejan lugar para los bosques de cedros. Sólo algunas encinas en las pendientes más favorables, y resistentes enebros y sabinas en las más expuestas, se aferran al terreno. <br />
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El cine sigue presente camino de Ouarzazate, en cuyas inmediaciones se rodaron las escenas saharianas de <em>El cielo protector</em>. La moderna Ouarzazate tiene todo el aspecto de un desembarco europeo en mitad de la nada. Antes, sólo existía allí la <em>kasbah</em> de Taourirt y la inmensa hammada, la dura y negra llanura pedregosa que cubre el valle y que, flanqueada de las formas erosionadas de los pináculos de arenisca y caliza, es el paisaje que acompaña al viajero desde Ouarzazate. <br />
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Para llegar a las dunas de Merzouga hay que pasar antes por Boulmane Dadés y por el extenso palmeral de Tinerjir. Las dos poblaciones son el punto de partida de senderistas y escaladores para desafiar las profundas gargantas de los ríos Todra y Dadés. <br />
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Siguiendo las pistas que bordean el cauce, el viajero se interna de nuevo en las montañas de los pastores bereberes. Pero la ruta sigue hacia el sur, pasando por Erfud, donde se extiende el Tafilelt, históricamente uno de los grandes centros agrícolas.<br />
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Ahora, la ruta mira decididamente al sur, fuera del corsé de las montañas y se deja sentir cada vez más cercana la presencia del desierto, separado por la línea que traza un laberinto de acequias y canales que recorren los palmerales. El oasis cubre kilómetros lineales cultivados por gente laboriosa y sosegada. Desde el amanecer pueden verse grupos de mujeres con los aperos de labranza, hombres y niños a lomos de burro que se echan al camino para dirigirse al duro trabajo cotidiano del campo. <br />
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La gambora, la prenda de brillantes colores sin mangas del sur del Sahara sustituye a la común chilaba árabe. <br />
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Así se llega a Rissani y se sigue camino a Merzouga por la desértica llanura. Al fondo, rosado sobre la enorme extensión de piedra negra, se levanta el Erg Chebbi, con las dunas sugestivas, coronadas por docenas de turistas, caravanas de dromedarios con extranjeros disfrazados de <em>tuaregs</em> y campamentos de <em>jaimas</em> de diseño. Por suerte, la arena de las dunas es mucha y todavía es posible sentir ese escalofrío que provoca la conciencia de la soledad frente a la nada del desierto.</p>